La Mari, del segundo, estrenaba ropa. Para ella, casi más importante que ponérsela, era presumir de sus adquisiciones junto a sus vecinas Encarna y Mari Carmen, del segundo A y B. No era especialmente una persona pretenciosa, pero aquel sonido del cordel corriendo entre poleas oxidadas le provocaba un gustirrinín que la transformaba en otra persona. Esta otra persona hablaba con los ojos entrecerrados, hacía como si mascase chicle de clorofila, y contorneaba el cuello de una forma menos suave cada vez que ponía las pinzas pares en el cordel. El cenicero de Encarna estaba lleno. Las largas horas que se quedaba ella alardeando de su erudito hijo Eduardo, hacían que no cupiese ni una colilla más en él y que su voz fuera cada vez más ronca y relajante para Mari Carmen. A Mari Carmen, que había sido la más coqueta de las tres, y a su cardado cano, lo que más les gustaban era disfrutar de la brisa que traía el estrecho de Gibraltar al marco de su ventana, mientras se pintaba las uñas y comentaba las novedades de sus vecinas del tercero, las cuales no les gustaba salir a tender.
Cada tarde, la luna atropellaba sus charlas y, ésta, pintaba de negro aquella fachada. Así, los días iban pasando y sus vidas en aquellos bloques. Mientras tanto, Mari Carmen seguía sin arreglarse el pelo, La Mari sin ponerse aquella ropa que se compraba y Encarna sin hablar con su hijo Eduardo desde hacía meses.
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