La mañana estaba fría en la estación, y las personas mientras hablaban echaban ese humillo blanco parecido al que sale por las alcantarillas de Nueva York. Ese vaho iba esfumándose en el aire a medida que iban escupiendo las palabras de sus bocas. Y Bruno se las escupía al revisor, no porque los lunes a las siete de la mañana fuese el mejor momento para escupir palabras, sino porque para Bruno era su deporte preferido, junto a fruncir el ceño para defenderse de no se sabe qué.
Las probabilidades que había de que encontrara a aquella chica que vio en aquel piano-bar eran casi nulas, pero como hay cosas que no entienden de probabilidades, algoritmos ni cartabones, allí estaba él, sentado en aquel vagón de cristales empañados, pues fuera hacía bastante más frío que dentro, y las palabras escupidas por las personas se iban pegando en forma de Rocio en los cristales. Y, si, ese era uno de los nombres que Bruno barajaba desde que se dio la vuelta mientras escuchaba cualquier canción que se suele escuchar en un piano-bar. “Rocio, Marta, Eloisa...” o quizá siempre se hubiese llamado Soledad —pensaba mientras se escuchaban los primeros crujidos de las vías—.
Por otro lado, ella seguía viviendo como si lo que ocurriese en aquel vagón no fuese con ella. Y lo cierto es que aquella noche había poca luz y muchas copas, y esto había hecho que los recuerdos hubieran sido reducidos a escombros, y que Bruno hubiera sido literalmente enterrado debajo de ellos. La vida de aquella chica en busca y captura, no era la vida que Bruno se imaginaba. Cada noche su esbelto cuerpo (que tanto se parecía al horizonte montañoso que en ese momento veía desde su vagón) se contoneaba a ritmo de la caja registradora en uno de esos museos de historias difíciles. Porque, muchas veces el ser humano tiene la costumbre de elegir el camino más corto aún sabiendo que es el más oscuro y empedrado. Pero este no era el caso de esta bella señorita, pues, la enfermedad de su hijo hacia que la necesidad fuese mayor que cualquiera de sus costumbres.
Cada miércoles por la noche se perdía en el espejo que se encontraba encima de su cómoda, antes de salir a actuar. Además de ese espejo, su camerino estaba repleto de objetos antiguos, lo que ahora llamarían Vintage. Había una maquina de escribir antigua, parecía una Olivetti, o quizás una Blickensderfer —no consigo verla con claridad—, una bicicleta que parecía no haber ido nunca a ninguna parte y también unos muñecos de madera que se abrazaban como si disimulasen delante de todos (como si cuando se apagasen las luces tuviesen una vida normal como tú y como yo), y un bote de cristal lleno de monedas, ya marrones, que supongo que el oxido las habría convertido en un todo inseparable, como los muñecos.
El ventilador secaba las lagrimas de su rostro mientras el último cigarrillo se consumía dibujando un cilindro perfecto de ceniza en el cenicero.
Su malencarado jefe se asomó para avisarla de su próxima actuación, pero, como siempre, se había equivocado en su nombre al llamarla. Desde el fondo de ese túnel, mientras los tacones iban llenando de eco a toda la ciudad, iba pensando que ni ella se acordaba ya de como se llamaba. Barajaba que podía llamarse Emilia, Elvira, Alejandra, aunque también se podía haber llamado siempre Esperanza.
Las probabilidades que había de que encontrara a aquella chica que vio en aquel piano-bar eran casi nulas, pero como hay cosas que no entienden de probabilidades, algoritmos ni cartabones, allí estaba él, sentado en aquel vagón de cristales empañados, pues fuera hacía bastante más frío que dentro, y las palabras escupidas por las personas se iban pegando en forma de Rocio en los cristales. Y, si, ese era uno de los nombres que Bruno barajaba desde que se dio la vuelta mientras escuchaba cualquier canción que se suele escuchar en un piano-bar. “Rocio, Marta, Eloisa...” o quizá siempre se hubiese llamado Soledad —pensaba mientras se escuchaban los primeros crujidos de las vías—.
Por otro lado, ella seguía viviendo como si lo que ocurriese en aquel vagón no fuese con ella. Y lo cierto es que aquella noche había poca luz y muchas copas, y esto había hecho que los recuerdos hubieran sido reducidos a escombros, y que Bruno hubiera sido literalmente enterrado debajo de ellos. La vida de aquella chica en busca y captura, no era la vida que Bruno se imaginaba. Cada noche su esbelto cuerpo (que tanto se parecía al horizonte montañoso que en ese momento veía desde su vagón) se contoneaba a ritmo de la caja registradora en uno de esos museos de historias difíciles. Porque, muchas veces el ser humano tiene la costumbre de elegir el camino más corto aún sabiendo que es el más oscuro y empedrado. Pero este no era el caso de esta bella señorita, pues, la enfermedad de su hijo hacia que la necesidad fuese mayor que cualquiera de sus costumbres.
Cada miércoles por la noche se perdía en el espejo que se encontraba encima de su cómoda, antes de salir a actuar. Además de ese espejo, su camerino estaba repleto de objetos antiguos, lo que ahora llamarían Vintage. Había una maquina de escribir antigua, parecía una Olivetti, o quizás una Blickensderfer —no consigo verla con claridad—, una bicicleta que parecía no haber ido nunca a ninguna parte y también unos muñecos de madera que se abrazaban como si disimulasen delante de todos (como si cuando se apagasen las luces tuviesen una vida normal como tú y como yo), y un bote de cristal lleno de monedas, ya marrones, que supongo que el oxido las habría convertido en un todo inseparable, como los muñecos.
El ventilador secaba las lagrimas de su rostro mientras el último cigarrillo se consumía dibujando un cilindro perfecto de ceniza en el cenicero.
Su malencarado jefe se asomó para avisarla de su próxima actuación, pero, como siempre, se había equivocado en su nombre al llamarla. Desde el fondo de ese túnel, mientras los tacones iban llenando de eco a toda la ciudad, iba pensando que ni ella se acordaba ya de como se llamaba. Barajaba que podía llamarse Emilia, Elvira, Alejandra, aunque también se podía haber llamado siempre Esperanza.
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