Él, que siempre había soñado con viajar a la Luna, con traer a aquella tierrecilla para acá. Con reírse de la gravedad y con dejar huellas infinitas en la arena. Con sortear estrellas y alternar entre platillos volantes y cohetes espaciales, y mirar desde allí el mundo, copita en mano. Él que nunca había visto despegar su nave; de repente, aquella tarde, vinieron a buscarle unos señores astronautas.
La aeronave era grande. Un gran vehículo con luces y sonidos exagerados. Sus compañeros en esta misión secreta, dos chicos y una chica mucho más jóvenes que él, parecían querer hacerse amigo suyo, pues desde que comenzó la expedición no pararon de preguntarle temas de toda índole. Desde cuestiones personales, como nombre, edad, familia, etcétera, hasta como, extrañamente, otras ya algo personales: Qué tal se encontraba, cómo iba sintiendo aquel frío que pasaba por su cuerpo o cuánto le costaba respirar. Qué buenos controles espaciales, pensó él.
Para amenizar el viaje, los altos mandos, habían puesto en las ventanas videos de su Madrid natal completamente vacía. Durante el trayecto, podía ver aquella calle Ferraz oxigenada por el parque del Oeste, reinada por el Templo de Debod, dónde había jugado con su añorado amigo Anselmo hacía escasos diez minutos a las canicas, a los dados, y a todo aquello que se pudiese competir. Emitían también imágenes de la esquina de la calle Mayor, desde donde, gracias al sistema que habían implementado, podía oler su cocido favorito de aquel restaurante que ya de niño iba con su padre. Lhordu, o Larthi, pensaba.
Los pitidos de la nave iban al ritmo del contoneo de los cables y las gotas de suero que iban cayendo. Lo hacían completamente a bpm del estribillo que escuchaban en ese momento él y toda la tripulación. Este, que decía algo así como ‘There's a starman waiting in the sky’.
Desde ese momento pudo pensar que estaban llegando, pues la nave iba aminorando la velocidad y desde las ventanas podía ver a varios astronautas como él en la puerta de aquel lugar que les esperaban para asistirles durante el alunizaje.
Al entrar en la estación, le sorprendió la gran organización y disciplina de aquellos tripulantes espaciales y el constante ánimo que recibía por parte de ellos. A él le tocó un box individual donde tendría que pasar bastantes horas al día, pues la traicionera gravedad lunar es lo que tiene. Aún así, él estaba encantado, ponían música que les recordaba a su juventud, e incluso a veces, varios de los jefes astronautas, se juntaban en el centro de la sala de operaciones para bailar y animar el ambiente de la expedición. Él compartía ese pensamiento de que, aunque fuese una misión complicada, estaba bien rebajar a veces la tensión con humor y alegría.
Había llegado el momento de volver. Él se lo olía pues todos sus compañeros ya le estaban avisando desde hacía tiempo. “¡Ya queda menos, capitán!”, “¡Queda poquito para estar de vuelta!”, “Estamos a punto de partir”. Él, realmente, no quería marcharse. Nunca se había encontrado tan querido y atendido como en aquella estación espacial.
Cuando llegó el momento de salir, por el pasaje final le habían organizado ese pasillo de aplausos que solo ves en los finales de películas americanas, como Oficial y Caballero o Edward Bloom cuando marchó del pueblo de Espectro.
Tras su aventura, cuando llegó a casa, todo el vecindario estaba volcado con él. Hasta habían colgado de la fachada un cartel con su nombre para darle la bienvenida. Por un momento pensó mientras sonreía que, claro, era normal. No todos los días una persona de su edad pisa suelo lunar y vuelve para contarlo.
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