Te fuiste en una de Philip Glass, o en una de Tiersen. O no, o en una de Elfman, o de Dylan, ¡no lo se!, pero te fuiste en una canción. Y sé que era en una de esas grandes canciones con una fuerza inmensurable que uno no puede parar jamás y que, además, sabe, que aunque la parase, esta siempre seguiría sonando, allá en el infinito. Siempre seguiría existiendo. Como tú.
Nuestros cuatro codos descansaban en la mesa de una terraza en la tarde de un frío lunes cualquiera -menos de junio-, casi sin conocernos de nada, después de habernos presentado y coincidir un par de veces, ahí estábamos. El trabajo era el valiente que nos había llevado a sentarnos aquel día en aquella silla de paja. Pero estaban equivocados él, o la silla de paja, si pensaban que iban a ser los únicos protagonistas. Porque no éramos amigos, pero qué mas daba. No fimos capaces de enlazar dos conversaciones sin filosofar escarbando en temas de la vida. Y eso no nos hacía en ningún momento más importantes, y lo sabíamos. Pero Luis tenía una gran alma grande, y un ‘sobre-estocaje’ de ilusión que lo hacían diferente. Ni Grouxo podría explicarse ahora lo que has hecho, Luís.
Te recuerdo a ti, a tu ceño fruncido, a tus pobladas cejas que casi no me dejaban hablar. Y entre medio de nosotros, dos cafés, cuyas cucharillas apuntaban tímidamente hacia mi. Nos soltamos. Nos quitamos esas cadenas de miedos y prejuicios y las dejamos apoyadas en la silla de la mesa de al lado, y hablamos relajadamente de nuestros hobbies y pasiones, que, entre otras, una común, era el intentar verter tinta sobre un fondo blanco. Y enfrentamos teorías e ideas como si se encontrasen Bauman y Freud. Quien iba a decir que mientras me contabas ese viaje eterno habían dos cucharillas queriéndome chivar algo que no vi…
Y como ya antes nos habíamos mirado de reojo, yo te decía que no sabías cuanto te admiraba por ser capaz de, casi a diario, escribir cosas tan profundas y bellas, y publicarlas, que yo necesitaba meses para chocar con algo que realmente me llegase, algo que verdaderamente me pinchara el corazón. Algo que me hiciera llorar. Quién nos iba a decir a nosotros, en aquella fría tarde de invierno, en aquel bar completamente vacío, que ibas a ser tú, capullo, quien hiciese desalojar ese liquido extraño de mis ojos, que por ti ese frío de invierno se quedara a la altura del betún al lado del que has traído ahora por aquí en pleno mes de junio, y que ese bar estaba completamente abarrotado si lo comparas a cómo están ahora las almas de tus amigos.
Y si: Capullo. Primero porque es lo mínimo que puedo decirte, y segundo porque has hecho como ellas, las bonitas mariposas. Después de haber estado un tiempo tejiendo con secretos hilos dorados, has decidido romperlo y volar eternamente.
Desde aquí quiero lanzarte un saludo eterno. Hasta que nos volvamos a ver. (Como tú decías), sea cuándo, dónde y cómo sea.
Nuestros cuatro codos descansaban en la mesa de una terraza en la tarde de un frío lunes cualquiera -menos de junio-, casi sin conocernos de nada, después de habernos presentado y coincidir un par de veces, ahí estábamos. El trabajo era el valiente que nos había llevado a sentarnos aquel día en aquella silla de paja. Pero estaban equivocados él, o la silla de paja, si pensaban que iban a ser los únicos protagonistas. Porque no éramos amigos, pero qué mas daba. No fimos capaces de enlazar dos conversaciones sin filosofar escarbando en temas de la vida. Y eso no nos hacía en ningún momento más importantes, y lo sabíamos. Pero Luis tenía una gran alma grande, y un ‘sobre-estocaje’ de ilusión que lo hacían diferente. Ni Grouxo podría explicarse ahora lo que has hecho, Luís.
Te recuerdo a ti, a tu ceño fruncido, a tus pobladas cejas que casi no me dejaban hablar. Y entre medio de nosotros, dos cafés, cuyas cucharillas apuntaban tímidamente hacia mi. Nos soltamos. Nos quitamos esas cadenas de miedos y prejuicios y las dejamos apoyadas en la silla de la mesa de al lado, y hablamos relajadamente de nuestros hobbies y pasiones, que, entre otras, una común, era el intentar verter tinta sobre un fondo blanco. Y enfrentamos teorías e ideas como si se encontrasen Bauman y Freud. Quien iba a decir que mientras me contabas ese viaje eterno habían dos cucharillas queriéndome chivar algo que no vi…
Y como ya antes nos habíamos mirado de reojo, yo te decía que no sabías cuanto te admiraba por ser capaz de, casi a diario, escribir cosas tan profundas y bellas, y publicarlas, que yo necesitaba meses para chocar con algo que realmente me llegase, algo que verdaderamente me pinchara el corazón. Algo que me hiciera llorar. Quién nos iba a decir a nosotros, en aquella fría tarde de invierno, en aquel bar completamente vacío, que ibas a ser tú, capullo, quien hiciese desalojar ese liquido extraño de mis ojos, que por ti ese frío de invierno se quedara a la altura del betún al lado del que has traído ahora por aquí en pleno mes de junio, y que ese bar estaba completamente abarrotado si lo comparas a cómo están ahora las almas de tus amigos.
Y si: Capullo. Primero porque es lo mínimo que puedo decirte, y segundo porque has hecho como ellas, las bonitas mariposas. Después de haber estado un tiempo tejiendo con secretos hilos dorados, has decidido romperlo y volar eternamente.
Desde aquí quiero lanzarte un saludo eterno. Hasta que nos volvamos a ver. (Como tú decías), sea cuándo, dónde y cómo sea.
A L U I S A R T I Ñ A N O
Agarrado a tu tobillo nos llevaste,
convirtiendo este calor en puro hielo,
pues no existe destrucción que más devaste,
que tu salto en mi cornisa, hoy es mi duelo.
Tu peineta al parangón hoy nos brindaste,
escondiendo tu sonrisa allá en el cielo,
tú lo sabes, que ni en broma nos dejaste,
mientras ríes aquí algunos llevan velo.
Nos veremos en Japón o en otra parte;
con cien patas, o mil ojos o en el arte,
pues ya sabes, no termina tu canción.
Un lugar en el que amar no haga matarte,
en un sitio sin espejos que observarte,
donde el ego no nos peine el Corazón.
Oda a un ángel.
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