
Hicieron el amor toda la noche en la barra de aquel bar, pues esa forma de reír no era normal. Se conocían de toda la vida, y en esos cinco minutos, decidieron echar su freno interior e invertir un rato en cada uno.
Aunque estaban muy cerca de los bafles, ya casi no escuchaban la música, y, si la escuchaban, era la que cada uno quería. Ella decidió estar escuchando a Danny Elfman, él a John Coltrane. Ella necesitaba de Elfman que la llevase a ese mundo de fantasía que había sospechado desde que sus radios chocaron por primera vez. Y él, sin embargo, necesitaba de Coltrane que le acompañase en sus juegos de palabras, su improvisación, y en su sonrisa de medio lado (sin rozar la chulería barata). Pero, sobre todo, necesitaba que le repusiera la seguridad que le robaban esos ojos a los que estaba mirando.
Era peligroso. La bola de discoteca arrojaba sus láseres de colores, y éstos rebotaban en cristales y bordes cromados, emulando a cualquier tiroteo de Tarantino (Django, por ejemplo). Pero los biseles del cristal de sus copas encajaban a la perfección y ninguna bala en ese momento podía hacerles daño. Sus manos solían salir sutilmente en busca la una de la otra hasta que sus dedos se rozaban, poniendo en evidencia a Miguel Ángel.
Mientras la vergüenza les estaba buscando por el local, él le ofreció su mano, ella aceptó y se fueron rodando hacia la pista. Bailaban como si lo hiciesen sobre hielo, con movimientos suaves y circulares, como si no hubiese nadie. Tiznaron de caucho la pista mientras la gente los miraba. Pero no lo hacían más de lo normal, por lo que no les importaba.
Mientras bailaban se observaban fijamente, y, sin hablarse, se contaron sus vidas. Y qué curioso que se contaron que a ninguno de los dos les gustaban los bares, ni conciertos, ni lugares de difícil acceso. Pero sin embargo esa noche, a ellos mismos ya habían accedido.
El dj empezó a pinchar esas canciones que solo se ponen cuando llega el final. Esas que están incluso hechas para eso. Querían irse juntos. Sabían que no les iba a ser fácil, pues a veces, un simple bordillo era escalar el Everest, una carcajada un monólogo o un tropiezo un holocausto.
Puede ser que nunca hubiesen sentido las piernas, pero les aseguro, que nadie había sentido como ellos esa noche.
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