Él, que siempre había soñado con viajar a la Luna, con traer a aquella tierrecilla para acá. Con reírse de la gravedad y con dejar huellas infinitas en la arena. Con sortear estrellas y alternar entre platillos volantes y cohetes espaciales, y mirar desde allí el mundo, copita en mano. Él que nunca había visto despegar su nave; de repente, aquella tarde, vinieron a buscarle unos señores astronautas. La aeronave era grande. Un gran vehículo con luces y sonidos exagerados. Sus compañeros en esta misión secreta, dos chicos y una chica mucho más jóvenes que él, parecían querer hacerse amigo suyo, pues desde que comenzó la expedición no pararon de preguntarle temas de toda índole. Desde cuestiones personales, como nombre, edad, familia, etcétera, hasta como, extrañamente, otras ya algo personales: Qué tal se encontraba, cómo iba sintiendo aquel frío que pasaba por su cuerpo o cuánto le costaba respirar. Qué buenos controles espaciales, pensó él. Para amenizar el viaje, los alto
Hicieron el amor toda la noche en la barra de aquel bar, pues esa forma de reír no era normal. Se conocían de toda la vida, y en esos cinco minutos, decidieron echar su freno interior e invertir un rato en cada uno. Aunque estaban muy cerca de los bafles, ya casi no escuchaban la música, y, si la escuchaban, era la que cada uno quería. Ella decidió estar escuchando a Danny Elfman, él a John Coltrane. Ella necesitaba de Elfman que la llevase a ese mundo de fantasía que había sospechado desde que sus radios chocaron por primera vez. Y él, sin embargo, necesitaba de Coltrane que le acompañase en sus juegos de palabras, su improvisación, y en su sonrisa de medio lado (sin rozar la chulería barata). Pero, sobre todo, necesitaba que le repusiera la seguridad que le robaban esos ojos a los que estaba mirando. Era peligroso. La bola de discoteca arrojaba sus láseres de colores, y éstos rebotaban en cristales y bordes cromados, emulando a cualquier tiroteo de Tarantino (Django, por eje