Llevaba de viaje algo más de tres años. Se había ido cargado de equipaje desde Triana a aquel viaje tan largo que alguna vez hacemos todos. Sí, a ese viaje al vagón del silencio o como dice mi amigo Fernando: al ‘Parque de los Callaítos’. Pero él era Manuel Molina y ese parque no estaba hecho para él. Pronto el cielo se le había quedado pequeño y, cada vez que Pedro (el portero del parque) se despistaba, Manuel le arrebataba las llaves, cogía su guitarra y su sombrero, y se escapaba volando entre las nubes a cualquier rincón de Andalucía. En esas escapadas, volvía a acariciar su guitarra, cogiéndola de esa forma vertical y volvía su voz a salir inexplicablemente tras esas barbas infinitas para invadir de nuevo el mundo. Al mismo tiempo que Lole lo miraba, lloraba mientras cantaba mirando al cielo, vertiendo versos, de la misma forma que podía recitar Pablo Neruda o Alberti, o que podía cantar Chavela. Hace tres días, me encontraba allí sentado con ese señor y su bastón que r...